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PARA MUCHOS RESULTA DIFÍCIL ENTENDER COMO TRES UNIVERSIDADES DEL ESTADO LLEGARON A LA SITUACIÓN CON LA QUE HAN PUESTO DE CABEZA A TODO EL GOBIERNO DE LA NUEVA MAYORÍA. AL CUECH Y AL CRUCH. .... SIN EMBARGO, ...
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Sin embargo, probablemente la explicación profunda de estos hechos se esconde tras una larga historia de perversión política muy barnizada por la consabida y consagrada hipocresía nacional.
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CIPER CHILE, desde hace un largo tiempo ha venido denunciando los grandes vicios de la educación superior chilena y el encubrimiento sistemático de estos hechos por los diversos actores nacionales, mediante reportajes, investigaciones y dos libros ampliamente documentados, que por todos los medios se trató de invisibilizarlos e ignorarlos.
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Pero el tiempo inexorable pone sobre la mesa lo que se trata de mantener oculto pese a las grandes y groseras contradicciones que se encierran.
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Así resulta que hoy nos encontramos con una publicación de la misma autoría que nos pone ante los ojos algunos hechos que por si mismos explican la situación de las tres universidades estatales que se han transformado en un rompedero de cabezas para Ministros, Presidenta y diversas organizaciones universitarias, mientras el sector privado universitario toma palco frente al drama.
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Como un aporte a esta discusión y análisis pongo a disposición de nuestros lectores la Introducción al libro : LA GRAN ESTAFA editado por CIPER CHILE.
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Desde que
comenzó el movimiento estudiantil de 2011, CIPER realizó más de 30 reportajes
indagando en los cimientos del sistema los fundamentos del malestar de los
jóvenes, como la lógica perversa del Crédito con Aval del Estado (CAE) y la
corrupción en la entrega de acreditación a universidades privadas, entre muchos
otros temas. “La Gran Estafa, cómo opera el lucro en la educación”
(Catalonia-UDP, 2014) está construido sobre la base de esas investigaciones y
entrega una mirada profunda sobre los abusos y fallas del sistema universitario
chileno.
Prólogo
Por Arturo Fontaine
Por Arturo Fontaine
“Un día
llegó un correo electrónico a CIPER. El mensaje denunciaba que Eugenio Díaz
Corvalán le había puesto precio a las decisiones que adoptaba como presidente
de la Comisión Nacional de Acreditación (CNA). El remitente era anónimo [...].
Pero adjuntaba una prueba: el contrato [...]. Eugenio Díaz cobraría 60 millones
de pesos por hacer todo lo necesario para conseguir la certificación de la
Comisión Nacional de Acreditación para la Universidad el Mar. Díaz pedía un
generoso incentivo por cada año de acreditación obtenido: 25 millones de pesos
si lograba tres y 45 millones si llegaba a los cuatro. El contrato especificaba
que esos premios serían pagados sólo cuando ‘la resolución haya quedado
ejecutoriada, sin que pueda ser alterada’. Esto significa que ese dinero no era
el pago por una asesoraría en el proceso de acreditación, sino por un fallo
favorable de la institución que el mismo Díaz dirigía”.
Así
comienza esta crónica espeluznante, atiborrada de hechos, de documentos, de
declaraciones y —diría— hasta de confesiones de los propios protagonistas de
una historia urdida, pese a lo minuciosa de la información, con verdadera
tensión dramática. Se van entretejiendo motivos: se nos repite con insistencia
que la veloz expansión de las universidades (el 2012 la cobertura es comparable
a la de Austria, Holanda o Suecia), por malas que sean, acelera la movilidad
social y combate, se asegura, la desigualdad y todo eso, adicionalmente,
beneficia a la Concertación. (Hoy sabemos que cerca del 39% de los graduados de
la educación superior tiene retornos negativos, salieron para atrás, o sea, les
habría ido mejor si hubiesen entrado a trabajar directamente desde la enseñanza
media). Y hay, en muchos, una fe ciega en que la industria de la educación es
igual a cualquier otra industria y pocas ganas de examinar de cerca esa
creencia. Y está presente la esperanza de la familia modesta que quiere que sus
hijos surjan y cree que un título universitario, que respalda el Estado, sigue
siendo el trampolín que era. Y, por supuesto, se abre paso la voluntad de hacer
dinero rápido y en grande y a cómo dé lugar.
El viejo y melancólico sueño de
cierta izquierda chilena —“Universidad para todos”— ahora, por fin, parece que
se puede tocar con la mano, pero no gracias al socialismo, sino gracias al
viejo y peludo capitalismo mercantilista hispanoamericano, es decir, gracias al
empresario parásito del Estado…
Pero,
claro, el problema es que el negocio universitario contradice la ley: las
universidades deben ser fundaciones sin fines de lucro. Entonces se inventan
martingalas destinadas a dejar sin efecto esa prohibición. Los controladores de
la fundación universitaria sin fines de lucro son dueños de empresas
comerciales que prestan servicios (por ejemplo, arriendo de edificios) a la
universidad. Los mismos están a ambos lados del mesón y de ese modo extraen
recursos de la corporación universitaria. Por cierto, los alumnos y sus
familias ignoran que la universidad es de hecho un negocio. Así, en Chile el
negocio de las universidades nace viciado. Las trampas, los abusos, las coimas
y quiebras subsecuentes no son sino el deslizamiento natural de los negocios
que se cultivan en la opacidad. La luz los mata. Y es lo que hemos visto:
apenas los estudiantes vocearon el tema en las calles y algunos periodistas se
atrevieron a encender la luz, el contubernio entre universidad sin fines de
lucro y empresas relacionadas se volvió impresentable. Lo que nadie sabe bien,
claro, es cómo se sale ahora de este embrollo.
“Difícil de tragar”, dice The Economist
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“Sólo un 15% del gasto en educación superior (en Chile) viene de
recursos públicos, comparado con un 69% que promedia la OCDE”, se lee en un
artículo de The Economist publicado
el 29 de octubre del 2011 y reporteado en Santiago cuando las protestas
estudiantiles chilenas llamaban la atención en todo el mundo.
El resto
viene de las familias. Lo que hace esto más difícil de tragar es que muchos
establecimientos educacionales son empresas con fines de lucro… Tres cuartas
partes de las universidades son privadas: en 1981 se les prohibió tener fines
de lucro, pero muchas han sorteado esta prohibición creando compañías
inmobiliarias que arriendan sus edificios a las universidades. Los estudiantes
sostienen, correctamente, que la educación es un bien público. Menos
justificación tiene el que quieran que todo el sistema sea “gratis” (por ejemplo,
pagado por los contribuyentes) y dirigido por el Estado… El señor Piñera —él
mismo es un empresario— no le hace asco a que las escuelas tengan fines de
lucro. Al menos dos de sus ministros tienen un pasado ligado al negocio de la
educación (como también ocurre con prominentes políticos de la oposición).
El daño que los mercaderes de la educación han hecho a los miles
de jóvenes víctimas de estos abusos, a la Concertación como proyecto político
socialdemócrata, al prestigio y mérito del empresariado y a la credibilidad de
la economía social de mercado como tal es inconmensurable. La mentalidad
tecnocrática estrecha y el talante fanático que anida en quien quiere que el
mundo entero se explique a partir de un solo y rígido esquema no lo vieron
nunca así y todavía no lo ven así. Para ellos el lucro encubierto no tiene
importancia ni moral ni política. Para ellos todo se reduce a constatar, con
una sonrisa condescendiente que, mal que mal, hay algunas universidades
estatales que, según los indicadores tales y cuales, son peores que algunas
privadas que de hecho tienen fines lucro. Como si esa fuese la cuestión. Como
si justamente las normas no fuesen eso que Madison llama en El
Federalista “invenciones de la prudencia”, es decir, reglas y
prohibiciones destinadas a prevenir el abuso de poder aunque, en ausencia de
ellas, por cierto, dicho abuso no se produzca de manera necesaria. Pero además
quizás un asunto ético —los títulos universitarios comprometen la fe pública—
no tenga significación política porque en su esquema mental rara vez lo moral
tiene efectos políticos. Por eso, incluso en medio de las protestas
estudiantiles, sostenían que el lucro oculto y prohibido de las universidades
no era un tema de verdadera relevancia política. Se trataba, más bien, de una
mera cuestión de pesos, de una demanda gremial como cualquier otra. Ni los
programas ni los planteamientos de las candidaturas presidenciales, por
ejemplo, habían abordado el punto.
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Ante la indignación moral de los estudiantes por la mentira
institucionalizada surgieron, cómo no, algunas justificaciones. Una de ellas
redefine el concepto de lucro, que ahora pasa a ser equivalente a un precio
superior al precio de mercado. Entonces si la universidad ha pagado a los
dueños de sociedades relacionadas el precio de mercado, dichas sociedades
comerciales no han lucrado y, por tanto, ni los dueños de esas empresas ni los
controladores de la universidad (que son los mismos). El nuevo concepto
transforma ipso facto a
Citibank, a Coca Cola, Toyota y Apple en fundaciones sin fines de lucro, si es
que obtienen utilidades cobrando por sus productos precios de mercado…
(...)
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