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¿Cómo podemos
llegar al futuro?
"Se ha dicho que la educación es un puente tendido hacia el futuro. Así debió entenderlo la reforma educacional..."
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Se ha dicho que la educación es un puente tendido hacia el futuro. Así debió entenderlo la reforma educacional. Sobre todo, considerando que los efectos de este tipo de procesos sobre el aprendizaje de los alumnos alcanzan su impacto mayor entre ocho y catorce años después de ponerse en marcha, según reporta un estudio reciente de la OCDE (2016).
Al contrario, nuestra reforma está atrapada en el presente. Fue concebida en términos de los debates del siglo veinte. Y su diseño -Estado-céntrico, de control burocrático- se aleja de las tendencias contemporáneas en materia de autonomía y flexibilidad institucional. Algunas preocupaciones centrales respecto del futuro no aparecen siquiera mencionadas por la política educacional.
John Dewey, el gran educador norteamericano, decía que si enseñamos a los estudiantes actuales igual como a los de ayer, les negamos el mañana. Los condenamos a vivir en el pasado.
Sin duda, así sucede en Chile. En todos los niveles de nuestro sistema hay contenidos curriculares que sobran y se emplean métodos pedagógicos obsoletos. Se descansa más en la repetición que en la reflexión. Solo los colegios más efectivos educan con base en proyectos, estimulando la investigación y el trabajo en equipo, en torno a problemas que deben solucionarse. No se valoran el emprendimiento, la curiosidad, la disidencia ni la crítica. Decenas de temas claves del futuro -que ya emergen en el presente- no forman parte de la educación que ofrecemos a las nuevas generaciones: comunicación global, interculturalidad, robótica, cuestiones bioéticas, religiones, el Asia, la responsabilidad social. Efectivamente, la reforma apenas habla sobre qué y cómo aprender y enseñar.
Ni siquiera hemos comenzado la conversación sobre el balance que cabría establecer entre saberes amplios y especialización, y entre marcos de referencia y manejo de información y datos. Tenemos instalada una inercia histórica en nuestro sistema y en la cultura de los grupos letrados que favorece la especialización, la memorización de datos y la acumulación de información. En cambio, no se educa al individuo medio, como lo llamaba Ortega y Gasset, en los saberes fundamentales de la cultura, el manejo de marcos de referencia y la integración de lo especializado dentro de una perspectiva reflexiva. No interese la mujer o el hombre culto, sino el especialista con su minuciosa masa de información.
Todo esto se acentúa con el limitado uso, análisis y aprovechamiento personal del verdadero océano de información disponible en internet. Incluso los estudiantes universitarios naufragan frecuentemente; o bien no saben navegar ni llegan a puerto alguno. No consiguen identificar la información valiosa ni procesarla, ni menos transformarla en conocimiento e integrarla dentro de un cuadro mayor de saberes y cultura. Hasta el momento, la escuela y la educación superior no descubren cómo enseñar a aprender estas nuevas prácticas, dominio esencial del futuro que ya se inició.
De cara a las tareas del mañana, no solo falla la educación en cultivar las capacidades cognitivas de los niños y jóvenes, sino, más fundamentalmente, carece de respuesta frente a las demás dimensiones esenciales de la formación humana: del carácter y la responsabilidad, de la inteligencia emocional y las motivaciones, de la autodisciplina y la perseverancia, de la autonomía personal y el compromiso con los otros.
Discutimos interminablemente sobre el desempeño de nuestros alumnos en matemática, lectura y ciencia como si fuera lo único que importa. La propia reforma apenas se hace cargo del hecho de que el futuro será una tierra baldía si acaso la educación no desarrolla esas otras dimensiones de las personas y las comunidades.
Sin lugar a dudas, el mayor, más vital y trascendente desafío de nuestra educación se ubica en este plano, que solemos invocar cuando hablamos de formación ciudadana, identidad personal, conciencia ética, derechos sociales, confianza cívica, sentido público o fraternidad.
Quienes creen que en las sociedades capitalistas democráticas de la posmodernidad, la educación puede limitarse exclusivamente al orden del conocimiento y la razón, incluso si suman las habilidades interpersonales de comunicación y colaboración, construyen un puente sin destino.
El mundo del nuevo siglo será (¡ya lo es!) un mundo de grandes riesgos y transiciones, de inestabilidad y constante cambio, de pérdida de los anclajes y las tradiciones, de inhumanidad y violencia, de falta de sentido y crisis de ideales.
La formación del carácter trata justamente de todo esto. Como señala un texto, se refiere a la adquisición y el fortalecimiento de virtudes, valores y de la capacidad de elegir una vida con sentido.
Hasta hace poco, el racionalismo-cientificista propio de la intelectualidad bien pensante, sobre todo dentro del progresismo político convencional, solía imaginar que la educación no necesitaba ya preocuparse de temas de este orden. Pensaba que la razón los había superado. Solo los conservadores, o las madres, o los sacerdotes, o las clases medias -decían-, se ocupan de valores y virtudes y responsabilidades y deberes. En cambio, en una sociedad pluralista y altamente racionalizada -declaraban-, cada uno es libre de elegir ( ad nauseam ). En cuanto al orden, de él se encargarían los contratos o la tecnología.
Bajo este enfoque, la educación se empobrece; deja de ser la base de vidas examinadas y de una sociedad integrada normativamente.
Lamento, y me frustra, tener que decirlo: la reforma educacional del gobierno, tal como fue concebida y comienza a implementarse, no nos acerca un paso siquiera al puente que las nuevas generaciones necesitan para transitar hacia el futuro.
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